Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

jueves, 5 de julio de 2012

Libro

HISTORIA DE LA MÚSICA POPULAR MEXICANA

El Cine
(continuación)

En estas óperas rancheras fué frecuente escuchar al héroe Jorge Negrete expresar las exigencias cancioneras de amor, acompañado de una orquesta invisible en pleno campo. El éxito económico de la ópera ranchera estuvo asegurado de antemano. Por la pantalla del cine mexicano desfilaron todos los compositores de mayor o menor significación: el actor Joaquín Pardavé, en su faceta de compositor de canciones, con su canción “Negra consentida” en La calandria (1933), Lorenzo Barcelata en dos películas huapangueras, Cielito lindo (1936) y ¡Ora Ponciano! (1936). Agustín Lara con Noche de Ronda (1937). Felipe Charro Gil (1937) con el trío Hidalguense y el trío Medellín en A la orilla de un palmar (título de un arreglo de Ponce).

Frecuentemente, el título de la película coincidía con la canción-tema (leitmotiv) de la película. Citaremos algunos ejemplos entre centenares: La Valentina con Armando Camejo y Jorge Negrete; Caminos de ayer (1938) sobre la canción de Gonzalo Curiel, con actuación cantante de Pepe Guízar y Jorge Negrete; Un viejo amor (1938) con la célebre canción de Esparza Oteo; Perjura (1938) sobre la célebre danza de Miguel Lerdo de Tejada; y Adiós mi chaparrita (1939) con la canción de Tata Nacho. Los afanes regionalistas también encontraron su expresión, y aparecieron La Sandunga y la Adelita con arreglos de Barcelata y Cortázar.

A pesar de que las canciones fueron un veneno inagotable para el primitivo cine mexicano, en realidad nunca se llegó a realizar un musical al estilo estadunidense, es decir abiertamente relacionado con un género músico-teatral; se prefirió una relación híbrida con las canciones, lo que permitía su utilización como comodín en cualquier situación cinematográfica, lo mismo dentro del nacionalismo o regionalismo de exaltación ingenua como El mexicano (1944), La canción de México (1944), Alma norteña (1938), Así se quiere en Jalisco (1942), Qué lindo es Michoacán (1942), Cuando quiere un mexicano (1944) y Como México no hay dos (1944), que en películas de aspiración histórica como Los dorados de Pancho Villa (1939), con la actuación de Lucha Reyes, y En tiempos de don Porfirio, con música de Felipe Villanueva y otros valsistas del siglo pasado.

Ya en los años cuarenta, películas como Nosotros sobre la canción de Pedro Junco, o Bésame mucho sobre la canción de Consuelo Velazquez inauguran el género bolero-gángster o bolero-cabaretero que se prolongaría hasta Carne de cabaret (1939), Pervertida (1945), Cortesana (1947), Perdida (1949), etcétera.

El bolero y el cine mexicano de los cuarenta estuvieron indefectiblemente ligados. Para darse una idea de su trascendencia fuera del país, bastaría recordar el impacto que tuvieron en medios tan alejados como el de Argentina. Según el historiador del tango Horacio Ferrer, el bolero, que había sido introducido en Argentina por Alfonso Ortiz Tirado, inundó Buenos Aires en los años cuarenta al “grado de producir boleros a destajo y hacer que los tanguistas cambiasen de género. Luego, el tiro de gracia: el cine argentino, que ha cifrado buena parte de su primer auge en su inspiración tanguera, pierde la batalla en todo el territorio latinoamericano: la distribución mexicana, sólidamente concertada, le copa la banca.

Se cree entonces que la salida consiste en imitar a México. Hoy, en lugar de exportar nuestras realizaciones a México, importamos las mexicanas. La misma inundación, por vía de las bandas sonoras del cine que diez y quince años atrás derramaron las películas estadunidenses, la desatan ahora los filmes mexicanos. Antes, las canciones en Inglés les hicieron morder el polvo a nuestros tangos. Hoy son los boleros. Decenas, centenares, miles de boleros.

El papel de la canción en el cine mexicano durante las últimas décadas continuaría siendo el mismo: aprovechamiento comercial del prestigio de un compositor, canción o un cantante de moda. Podría afirmarse que ni uno solo ha quedado fuera del cine nacional. Chucho Monge siguió inundando la pantalla con sus canciones, comedias y melodramas, al grado de que para el año 1962 había escrito canciones para ciento setenta y seis filmes y de ellos setenta y seis estaban titulados como la canción-tema de la película Tú solo tú (1949) de Valdés Leal, Quinto Patio (1950) de Luis Arcaraz, El gavilán pollero (1950) de Ventura Romero, con la colaboración de Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez y naturalmente Pedro Infante, Ella y yo (1951) de José Alfredo Jiménez, son una mínima parte de las canciones-títulos capitalizables. La lista de canciones y compositores relacionados con el cine sería interminable.

En la actualidad, la receta para la administración de canciones al cine mexicano no ha variado en lo más mínimo. Los nuevos ídolos son convenientemente incorporados en el momento de su aparición, como Cornelio Reyna, Vicente Fernández, Juan Gabriel, quienes por momentos hacen concebir a la industria la esperanza de un resurgimiento de los antiguos ídolos.

La Radio

La afición por los extraordinarios aparatos empezó en México a principios de los años veinte. Los fonógrafos, las pianolas, fueron relegados al olvido. Ahora –según rezaban los anuncios- con el sonido de una sola orquesta captado en miles de receptores podrían salir simultáneamente medio millón de parejas.

Todo mundo ardía en deseos de poseer el novedoso juguete que, por el momento, no captaba sino dos estaciones experimentales: la CYX y la CYL. El presidente Obregón inauguró en el patio de la Escuela de Minería la gran Feria Radioeléctrica y el entonces candidato, general Plutarco Elías Calles, se dirigió al pueblo por medio del micrófono de la radiodifusión. Pero era la iniciativa privada y las compañías publicitarias y comerciales quienes estaban destinadas a predominar en los nacientes medios de difusión. Los periódicos Excélsior y El Universal pronto instalaron sus estaciones transmisoras y en la avenida Juárez 62, se instaló la transmisora La Casa del Radio de El Universal Ilustrado.

El primer programa de La Casa del Radio tuvo lugar el 8 de mayo de 1923; fué iniciado por el poeta Manuel Maples Arce con su “Poema de la radiofonía”: “Sobre el despeñadero nocturno del silencio, las estrellas arrojan sus programas y en el audión inverso del ensueño, se pierden las palabras olvidadas”. Actuaron Andrés Segovia, Manuel M. Ponce y la orquesta típica de Torreblanca. Uno de los patrocinadores de esa difusora, que transmitía sólo dos veces por semana, fué la casa Sanborns. El interés por los programas fué tan grande que se llegó a elaborar un refresco gaseoso con la marca Radio y la cigarrera El Buen Tono, dueña de XEB, lanzó su marca de cigarrillos El Radio.

En 1925, existían dos radiodifusoras en el país y en 1929, se adoptaron las letras XE para las radiodifusoras mexicanas. El Buen Tono cambió sus siglas a XEB y se convirtió en la atracción más espectacular de todas. La entrada a sus programas era gratuita o a cambio de cajetillas de cigarros Buen Tono. Pagábase a los artistas 1.50 por actuación.

En 1930 nació una de las más potentes transmisoras de Latinoamérica, la XEW. La estación que con el tiempo ejercería una labor difusora y rectora del desarrollo del gusto de los oyentes, surgía con una conciencia casi imperialista de su potencialidades.

(continuará…)

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