Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

lunes, 18 de junio de 2012

Libro

HISTORIA DE LA MÚSICA POPULAR MEXICANA

Los Grandes Éxitos del Teatro de Revista
(continuación)

Durante los años treinta, el ambiente continuó siendo más o menos el mismo, con algunas novedades proporcionadas por la presencia de algunos grupos visitantes que venían a conquistar lauros a la metrópoli. En 1931 se presentó en el Teatro Trianón Palace una compañía de zarzuela yucateca, que traía en su repertorio primordialmente las obras de los autores peninsulares que en esos momentos gozaban de gran popularidad en la capital.

En 1935 Joaquín Pardavé fundó una compañía de revistas que de inmediato se convirtió en una de las más activas y de más rico repertorio. En 1936, se fundó un nuevo escenario, el Follies Bergere, mismo sitio donde antes se levantaba el Teatro Garibaldi. El Follies fué determinante en la aparición de toda una larga tradición de cómicos de carpa convertidos en sketchistas y críticos de costumbres como Medel, Juan Chico Chicote, Don Catarino, Cantinflas, Elsa Berumen, Schilinsky y el Chino Herrera. Semana a semana el público acudía ahora a escuchar las “puntadas” del cómico en turno y de paso también alguna de las canciones de última moda. En 1938, el Follies ya sólo se anunciaba como Variedades con Cantinflas.

En los años cuarenta surgen algunos nuevos teatros. El Salón Colonial con una nueva compañía de revistas y atracciones, el nuevo Teatro Apolo (1941) con una compañía de burlesque y el célebre Tívoli (1946), cuyo primer director musical fuera el músico yucateco Armando González y que inauguró con una compañía de revistas de Rosita Fornés y Manuel Medel. Pero en lo general, podría afirmarse que no existió una evolución notable: siguieron apareciendo los viejos nombres ya consagrados como don Lauro Uranga, Toña la Negra y Agustín Lara y, en ocasiones, reposiciones de antiquísimos éxitos como la revista Chin chun chan.

Dos electrizantes apariciones dieron nueva vida al agotado panorama del teatro de revista; la bailarina Yolanda Montes, mejor conocida por Tongolele, quien fuera hasta su debut en julio de 1948 en el Tívoli una corista desconocida del cabaret El Foco Verde. Gracias a ella, los llenos y la popularidad del show fueron escandalosos, aunque Tongolele sólo ganaba 75 pesos semanales. Pronto, la empresa del Follies logró arrebatarla al Tívoli que tuvo que conformarse con la presencia de la ombliguista importada Kalantán. En 1946, hizo su aparición la cantante María Victoria; su ingenua presencia sensual y su voz mexicanamente sexy, hicieron el milagro de arrastrar multitudes al teatro de revista para escuchar “Soy feliz” de Bruno Tarraza en el Teatro Margo.

Durante los años 1949 y 1950 el Teatro Margo sirvió como vehículo introductor del mambo del cubano Pérez Prado, y durante años tuvo que conservar mambos en su cartelera. También por aquellos años, Pedro Infante y Jorge Negrete aparecieron en la cartelera del Teatro Lírico, pero cuando ya ambos eran actores famosos de la pantalla. Los años sesenta marcaron la decadencia definitiva del teatro de revista; el Tívoli se convirtió en un teatro “sólo para adultos”, por su predilección por el burlesque grueso a la mexicana. El verdadero teatro de revista, en su concepción tradicional, pasó a ser una cosa del pasado.

El Cine

El cine sonoro nació bajo el signo de las canciones mexicanas. Santa (1931), la primera película sonora, traía el mensaje melódico un tanto desleído de la canción del mismo nombre del compositor de moda: Agustín Lara. El cine sonoro utilizó la música y los géneros de canción ya manejados de antemano por el teatro de revista. El nacionalismo incipiente de mariachis y chinas poblanas del Teatro Politeama se convirtió en el localismo prepotente de los charros jalisqueros. El disfraz se afinó, el pantalón se volvió más ajustado, los botones más relucientes y el sombrero creció al grado de parecer una tortilla gigantesca. El romanticismo de Lara de los años veinte pegó un salto cuantitativo para sufrir cinematográfica y bolerísticamente los efectos de una musa-némesis (vengativa) que le exigía convertirse en un pianista ciego o en algún otro ser que sólo triunfaba a costa del olvido o del pecado (o de ambas cosas).

Los elencos completos del teatro de revista se trasladaron al cine, proporcionando no sólo las canciones, sino también mucho de su estructura: sketches intercalados con canciones, cuadros regionales y algo de su sencilla concepción del espectáculo. Sólo era necesaria una trama que con ligeras variantes pudiese utilizarse hasta la saciedad para echar a andar una verdadera industria de la diversión. Éxitos notables como Cielito lindo (1936) se apoyaban en la experiencia de Manuel Castro Padilla y en las canciones de Lorenzo Barcelata y Mario Talavera.

Allá en el rancho grande (1936), la película de Fernando de Fuentes que valió al cine mexicano su primer premio internacional de fotografía y popularizó a Tito Guízar como cantor ranchero en toda Latinoamérica, abrió mercados insospechados al cine nacional. Parte importante de la exitosa receta fueron las canciones de Lorenzo Barcelata: “Amanecer ranchero”, “Por ti aprendí a querer” y la clásica y anónima “Allá en el rancho grande”, en versión triunfalista.

En el mismo año, Manuel Castro Padilla, aprovechando su polifacético oficio de revistero, hizo las canciones “Adiós Trigueña”, “Rincón mexicano”, “Ansina son las mujeres” para la exitosa película Amapola del camino.

A decir verdad, una buena parte de la producción del cine mexicano debió su fácil popularidad al prolífico apoyo melódico de la canción. Ya fuese tema, trasfondo, comentario o adorno superfluo, la canción fué no sólo el personaje invisible de muchísimos filmes, sino también el deus ex machina de no pocas de ellas.

Las canciones contribuyeron en gran manera a fijar uno de los tipos característicos de la cinematografía nacional: el charro cantor. A partir de Allá en el rancho grande (1936), ¡Ora Ponciano! (1936), Adiós Nicanor (1937), Jalisco nunca pierde (1937) y ¡Aquí llegó el valentón! (1938), el macho de opereta será imprescindible en la comedia ranchera.

Lo que no se ha dicho es que el macho operístico antes que ser bravucón, borracho, pendenciero, simpático y mujeriego –con lo que o se diferenciaría de cualquier macho sacado de Escuinapa, Tecalitlán o Ajiji- debía ser un cantante más que aceptable. No es por azar que Jorge Negrete (¡Ay, Jalisco, no te rajes!) se convirtiese en el actor ideal para ese personaje imposible: una especie de Caruso ranchero capaz de pavonearse cual una extraña cruza entre gallo de pelea y pavorreal.

Toda una industria con un perfecto engranaje se forjó en torno a la comedia ranchera con sus compositores especializados y sus comparsas de cajón. Dentro del grupo de compositores especializados en canciones de corte jalisciense, ranchero seudopueblerino, aparece destacada y repetidamente el dúo formado por Manuel Esperón y Ernesto Cortázar. Del año 1932 a 1941 musicalizaron diecisiete productos del género, entre los que podrían destacarse: Mano a mano, ¡Ora Ponciano!, Adiós Nicanor, Jalisco nunca pierde, Guadalupe la chinaca, Tierra brava, ¡Aquí llegó el valentón! y finalmente la campeona del taquilla ¡Ay Jalisco, no te rajes!, apoteosis del charro cantor como Jorge Negrete.

Esperón y Cortázar en su larga asociación como letrista y compositor lograron crear un estilo estándar de canción de corte más o menos ranchero con algo o mucho de son jalisciense, que logró tipificar “lo mexicano” en una sola canción: “Yo soy puro mexicano”.

(continuará…)

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