Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

sábado, 28 de enero de 2012

Karol Wojtyla me salvó la vida en 1945

Jerusalén, 6 Feb (ZENIT). “Me acuerdo perfectamente. Me encontraba allí, era una niña de trece años, sola, enferma, débil. Había pasado tres años en un campo de concentración alemán, a punto de morir.

Y Karol Wojtyla me salvó la vida, como un ángel, como un sueño venido del cielo: me dió de beber y de comer y después me llevó en sus espaldas unos cuatro kilómetros, en la nieve, antes de tomar el tren hacia la salvación”.

Edith Zirer narra el episodio como si hubiera sucedido ayer. Era una fría mañana de primeros de febrero de 1945. La pequeña judía, que todavía no era conciente de ser el único miembro de su familia que sobrevivió a la masacre nazi, se dejó llevar en los brazos de un sacerdote de 25 años, alto, fuerte, que sin pedirle nada, simplemente le dió un rayo de esperanza.

Hoy aquel sacerdote, según ella, es el obispo de Roma. Edith querría agradecer finalmente aquel gesto. “Sólo un pequeño gracias en polaco por aquello que hizo, por la manera en que lo hizo, para decirle que nunca me olvidé de él”, dice desde su hermosa casa ubicada en las colinas del Carmelo, en la periferia de Haifa.

Edith tiene 66 años y dos hijos. Reconstruyó su vida en Israel, donde llegó en 1951, cuando todavía padecía las lacras de la tuberculosis y los fantasmas de la guerra alteraban sus sueños.

Durante todo este tiempo se ha guardado esta historia. Cuando en 1978, Karol Wojtyla subió a la cátedra de Pedro, comenzó a sentir la necesidad de hablar, de contarlo a alguien, de mostrar su agradecimiento. La pregunta surge inmediatamente: pero, ¿cómo puede estar segura de que aquel sacerdote es el Papa? ¿Por qué ha esperado tanto?. Estos interrogantes se los han planteado también los periodistas de “Kolbo”, el semanario de Haifa que hoy publica un artículo sobre este asunto. “El relato es convincente. No trata de hacerse publicidad, todos los detalles que ofrece parecen creíbles”, dicen los redactores. Tan convincentes que la embajada israelí ante la Santa Sede ya está moviéndose para tratar de poner en contacto a la señora Zirer con la secretaría del Papa.

La narración habla por sí misma. “El 28 de enero de 1945 los soldados rusos liberaron el campo de concentración de Hassak, donde había estado encerrada durante casi tres años trabajando en una fábrica de municiones –explica Edith, quien entonces tenía trece años-. Me sentía confundida, estaba postrada por la enfermedad. Dos días después, llegué a una pequeña estación ferroviaria entre Czestochowa y Cracovia”. Precisamente en Cracovia, Wojtyla acababa de ser ordenado sacerdote. “Estaba convencida de llegar al final de mi viaje. Me eché por tierra, en un rincón de una gran sala donde se reunían decenas de prófugos que en su mayoría todavía vestían los uniformes con los números de los campos de concentración. Entonces Wojtyla me vió. Vino con una gran taza de té, la primera bebida caliente que había podido probar en las últimas semanas.

Después me trajo un bocadillo de queso, hecho con pan negro polaco, divino. Pero yo no quería comer, estaba demasiado cansada. Él me obligó. Después me dijo que tenía qué caminar para coger el tren. Lo intenté, pero me caí al suelo. Entonces, me tomó en sus brazos, y me llevó durante mucho tiempo. Mientras tanto la nieve seguía cayendo. Recuerdo su chaqueta marrón, la voz tranquila que me reveló la muerte de sus padres, de su hermano, la soledad en que se encontraba, y la necesidad de no dejarse llevar por el dolor y de combatir para vivir. Su nombre se grabó indeleblemente en mi memoria”

Cuando finalmente llegaron hasta el convoy destinado a llevar a los detenidos hacia Occidente, Edith se encontró con una familia judía que le puso en guardia:
“Atenta, los curas tratan de convertir a los niños hebreos”. Ella tuvo miedo y se escondió. “Sólo después comprendí que lo único que quería era ayudarme. Y quisiera decírselo personalmente”.

…Edith Zirer, casada hoy y con dos hijos, que vive en Haifa, en una colina del Monte Carmelo, quiso estar con el Papa (59 años después de lo ocurrido) en su histórico viaje a Tierra Santa para darle personalmente las gracias justamente en el Memorial del Holocausto Yad Vashem. Fué un día inolvidable para ella y para toda la población judía, así como una lección universal de la humanidad…”.

El mendigo que confesó a Juan Pablo II

Un sacerdote norteamericano de la arquidiócesis de Nueva York se disponía a rezar en una de las parroquias de Roma cuando, al entrar, se encontró con un mendigo. Después de observarlo durante un momento, el sacerdote se dió cuenta que conocía a aquel hombre. Era un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él. Ahora mendigaba por las calles.

El cura, tras identificarse y saludarle, escuchó de labios del mendigo cómo había perdido su fe y su vocación. quedó profundamente estremecido. Al día siguiente, el sacerdote llegado de Nueva York tenía la oportunidad de asistir a la Misa Privada del Papa, a quien podría saludar al final de la celebración, como suele ser la costumbre. al llegar su turno, sintió el impulso de arrodillarse ante el Santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario, y describió brevemente la situación al Papa.

Un día después recibió una invitación del Vaticano para cenar con el Pontífice, en la que solicitaba llevara consigo al mendigo de la parroquia. El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su amigo el deseo del Papa. Una vez convencido el mendigo, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la oportunidad de asearse.

Confesó al Papa. El Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que los dejara solos, y pidió al mendigo que escuchara su confesión. El hombre, impresionado, le respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa contestó: “una vez sacerdote, sacerdote siempre”. “Pero estoy fuera de mis facultades de presbítero”, insistió el mendigo, que recibió como respuesta: “Yo soy el Obispo de Roma, me puedo encargar de eso”.

El hombre escuchó la confesión del Santo Padre y le pidió a su vez que escuchara su propia confesión. Después de ella, lloró amargamente. Al final, Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y le designó asistente del párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos.

La Sexta Visita de Juan Pablo II

La ciudad de los palacios llamada así por la gran cantidad que de ellos, en ella se encontraban.

Quedan muchos en el centro de la ciudad y, en lo que fué la periferia, está el muy famoso Castillo de Chapultepec cuya belleza supera a su fama. Lugar bello y real desde antes de la llegada de los conquistadores.

Todos los calificativos asignados al Paseo de la Reforma, destacando su belleza, se quedan cortos al visitarlo y disfrutarlo. Complace al espíritu deambular por las calles del centro de la capital de la muy bella y real, leal e imperial ciudad de México.

Las calles que salen del centro de la ciudad también están desbordantes de historia y hermosura: la avenida Chapultepec, el paseo de Bucareli, la Calzada de Tlálpan, que, al final de ella, se bifurca para continuar hacia el que fue el pueblo de Tlálpan y el otro camino se dirige a la maravilla mundial que es el pueblo y lago de Xochimilco que está lleno de plantas, flores, trajineras, vendedores de artesanías y de momentos que se estampan en el recuerdo.

El Bosque de Chapultepec, la alameda de la colonia de Santa María la Ribera con su kiosco morisco, la Alameda Central que se extiende bellamente como si fuera un vestíbulo del Palacio de las Bellas Artes, lugar éste en donde explotan las emociones mezclándose con la luz de sus vitrales y el cuerpo recibe el frescor de sus mármoles; en donde los sentidos, pletóricos de placer, muestran la verdadera esencia del artista: su alma.

La capital de la República Mexicana, la ciudad de México, Distrito Federal, cuenta con más bellezas como la avenida más grande del mundo: la Avenida de los Insurgentes, por sí sola, hermosa, por sí misma, señorial, que un día se engalanó aún más, con la presencia de un jefe Supremo de la Iglesia Católica: el Papa Juan Pablo Segundo.

La Avenida de los Insurgentes, desde el Viaducto hasta la colonia San José Insurgentes, iba recibiendo a la gente que, desde muy temprano, fué formando el tumulto que deseaba conocer a un Papa que había decidido salir de su claustro tradicional.

Vino para inaugurar una conferencia de Obispos.

En parejas y en pequeños grupos se fué formando una aglomeración distribuida a lo largo de varios kilómetros.

La invitación insistente y firme de una esposa puede hacer que se abandone el descanso y que se venza la renuencia de formar parte de una conglomeración. Desde la colonia Las Águilas bajamos por las calles de Cóndor, Fujiyama y, siguiendo por la calle Barranca del Muerto, llegamos a la esquina con la avenida de los Insurgentes. La espera fué larga, tediosa, calurosa, el dolor de las piernas crecía y los minutos tenían flojera; empezó a crecer el ruido de una avalancha, las columnas de gente distribuída en ambas aceras que había mantenido la espera con un orden ejemplar, empezó a elevar la voz y el murmullo fué tomando las diferentes formas de sorpresa, alegría y euforia.

Los vítores y las porras iban jalando al vehículo del Papa, quien, con la piel requemada saludaba lanzando bendiciones y sonrisas. Él no se imaginaba que su visita a México iba a ser tan cansada y agotadora.

El pueblo mexicano entrega su simpatía y su amor en forma desbordante. El Papa Juan Pablo Segundo se sintió aprisionado por el pueblo y abochornado por tanta muestra de cariño. Correspondió de la misma manera; bajo el sol ardiente, sonreía, bajo la lluvia, poca o intensa, sonreía, bajo el peso del cansancio, sonreía, siempre sonreía. Sus sermones cumplían con su cometido pastoral, él les daba un tono paternal y amable.

Pero esa relación de pueblo y pastor no fue suficiente a pesar de la forma inusitada en que se daba, la amistad crecía, el trato era cada vez más abierto y profundo.

El pueblo inventaba porras, unos le daban serenata y él, a pesar de su cansancio, salía al balcón sumamente complacido. Una mejor relación entre un pueblo y un líder no se ha dado en la historia. Hubo más visitas del Papa a México, fueron cinco y todas tuvieron el mismo matiz. Él se consideró mexicano y el pueblo lo consideró propio.

Hoy día veinticinco de agosto del año dos mil once, empezó otro peregrinar por una parte de la República Mexicana; ya no vino el Papa Juan Pablo Segundo, ahora vinieron las reliquias del Beato Juan Pablo Segundo. El pueblo las recibió igual que a su persona y ahora con veneración para el amigo, con gran respeto y admiración para aquel que fué su guía y que nos amó tanto como el pueblo de México lo amó y lo seguirá amando.

¡Así sea!
RRS

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