Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

lunes, 14 de noviembre de 2011

Narraciones

El Día que cayó Plata del Cielo

Corría el año de 1964. En esa época México vivía a plenitud una estrategia económica llamada “desarrollo estabilizador”, gracias a la cual la inflación se mantenía muy baja por lo que la moneda conservó su poder de compra durante muchos años.

No obstante, por el sacrificio que se tuvo que hacer en términos de salarios y movilidad social para mantener el control de la inflación, además de que se vivía un régimen político, en los hechos, unipartidista, con libertades muy acotadas en todos los aspectos, se incubó en la sociedad en general y en los jóvenes en particular, un gran malestar hacia lo que en términos genéricos se denomina “El sistema”, malestar que al combinarse con otros elementos socioeconómicos –incluso de carácter internacional- desembocó, al parecer, en lo que se conoce como “La noche de Tlatelolco”.

Claro que en ese entonces yo no sabía nada de esto porque era un niño de cuarto de primaria, de modo que mis únicas preocupaciones eran jugar y pasar el año escolar bajo la ley del mínimo esfuerzo. Lo que sí sabíamos mis amigos y yo, con toda precisión además, era el valor de un peso, de esos pesos de plata grandes y relumbrantes que circulaban aún en esos benditos años, valor que de hecho mantuvo durante toda mi infancia y parte de mi juventud.

Un peso representaba para nosotros una torta y un refresco en el recreo de la mañana, y galletas con salsa picante en el de la tarde; o un helado en la nevería “Susana” y otros dos para los cuates; o sendas malteadas de fresa en la misma nevería; o simplemente sentirse poderoso por traerlo en la bolsa y tocarlo de vez en cuando. Si se considera que mi mamá me daba una moneda de veinte centavos cuando salía rumbo a la escuela, al mismo tiempo que la bendición y la recomendación de portarme bien, y que los domingos, con mayor generosidad, me regalaba un tostón, podrá comprenderse lo que significaba el que un día, por alguna razón, de alguna forma llegara a mis manos un peso.

Y un domingo por la tarde sucedió el milagro: cayeron pesos de plata en el atrio de la parroquia de Salvatierra, y a mis manos llegaron no uno, ni dos, ni siquiera diez, sino una cantidad mayor a veinte.

Nunca sabré por qué un par de amigos y yo nos encontrábamos en el patio del anexo parroquial un domingo entre las tres y media y cuatro de la tarde. Es verdad que ahí pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo libre porque era el lugar de juego de los cantores y acólitos de la parroquia, y lo disfrutábamos a plenitud. Pero los domingos la rutina era diferente. Después de ayudar o cantar en las misas de la mañana –que desde entonces se celebran cada hora a partir de las cinco de la madrugada y hasta la una de la tarde, con un intervalo a las nueve para desayunar- nos íbamos a nuestra casa a las dos y regresábamos, si acaso, a la misa de las cinco de la tarde. Durante esas tres o cuatro horas los pueblos dormitan, las calles se quedan solitarias, los comercios están cerrados y los cines están por abrir. Esta quietud se acentúa los domingos por ser día de descanso. De hecho, no recuerdo ninguna otra tarde dominical de los seis años durante los que fui acólito, en la que haya estado en algún lugar del templo parroquial antes de las cinco de la tarde.

Pero si era extraño que nosotros estuviéramos ahí, perdiendo el tiempo, resultaba del todo incomprensible que se celebrara un bautismo a esa hora tan inconveniente y solitaria. Y eso fué lo que sucedió. De pronto vimos a don Juan caminando rápido hacia nosotros, al mismo tiempo que nos decía que corriéramos a ponernos la sotana para ayudar en un bautizo, como casi todo mundo llama erróneamente a esa ceremonia.

-¿Un bautizo a estas horas? ¿Y quién lo va a hacer? –Le pregunté a don Juan ya en camino a la sacristía para vestirme de acólito.
-El padre Poli –me contestó jadeando un poco, tratando de seguirnos el paso. Y agregó –creo que el padrino es de fuera, por eso lo hacen a estas horas.

Qué hacía el padre Policarpo en la parroquia de Salvatierra celebrando un bautismo a esas horas, cuando él era el encargado del templo de un pueblo cercano donde se podría haber llevado a cabo ese sacramento, es otro de los misterios de esa tarde milagrosa.

Lo que sí resultaba del todo natural era la presencia de don Juan, un personaje rechoncho y bonachón al que los acólitos adorábamos. Este señor le hizo una manda a la Virgen de la Luz, la patrona de la ciudad, en apariencia sencilla pero de muy difícil cumplimiento: ser el sacristán los domingos y días festivos, sin paga alguna, por el resto de su vida. Nunca supe el problema que motivó tan gigantesca manda, pero debió de ser algo realmente grave.

Y don Juan cumplía su manda al pie de la letra: llegaba a la parroquia los sábados al anochecer –porque además pertenecía a un grupo de señores, casi todos del campo, a los que conocíamos como “Los adoradores” que velaban, por turnos, al Santísimo Sacramento- y a partir de la misa de las cinco de la mañana hasta que cerraba la iglesia, pasadas las nueve de la noche, permanecía en la sacristía y sus alrededores realizando sus funciones.

Ya con la vestimenta apropiada, corrimos a la pila bautismal en donde se encontraban los familiares del niño que iba a entrar gloriosamente a la Iglesia de Cristo. Y entre todos ellos sobresalía el padrino: un tipo alto, de bigote, vestido con traje oscuro, camisa blanca, corbata de seda brillante y, creo recordar, unas mancuernillas doradas que estuvieron reluciendo a lo largo de la ceremonia.

El padre Policarpo, de zancadas largas y actuar atrabancado, cuyas misas eran rápidas, como si le faltara tiempo para seguir salvando almas, esa tarde fué ceremonioso, y es que la ocasión lo ameritaba: no todos los días se tenía un padrino con presencia tan distinguida.

Y la parsimonia bautismal tuvo su recompensa. Una vez que los padrinos, a nombre del bautizado, renunciaron al demonio y a todos sus males, y que el padre Poli entregó el documento que daba fe de que la Iglesia contaba con un nuevo miembro, se inició el ansiado y tradicional reparto del bolo, aunque en esta ocasión en proporciones jamás imaginadas. A cambio de la fe bautismal, el padre recibió un sobre amarillo con una cantidad que luego calculamos de entre cincuenta y cien pesos. Don Juan, que se encontraba a un lado del padre, recibió diez pesos. Y los dos acólitos que ayudamos el bautismo fuimos recompensados con cinco pesos cada uno mientras nos quitábamos la sotana para salir al atrio a pedir el bolo, como siempre hacíamos. Nos quedamos atónitos. Jamás habíamos recibido una propina de tales dimensiones. El desconcierto duró, sin embargo, sólo un instante. Terminamos de deshacernos de la sotana y nos dirigimos a toda prisa al atrio; por mucho dinero que hubiéramos recibido, no era cosa de desperdiciar la oportunidad de ganarnos unas monedas más, de las que los padrinos arrojan al grito de ¡bolo, padrino, bolo!

Al llegar al atrio, nuestra dicha aumentó porque había si acaso cinco personas esperando, y es que además de lo inapropiado de la hora, era también inapropiado que los familiares participaran en el regateo por el bolo, aunque debe mencionarse que algunas veces los más jóvenes pasaban por encima de esas convenciones sociales y se unían al grupo que a gritos pedía esta dádiva para luego pelearla ferozmente.

Así que debimos ser menos de diez chiquillos los que ansiosos esperábamos el dichoso bolo, que en ese entonces consistía, en general, de monedas de cinco y diez centavos. A veces muchas, a veces pocas, pero nunca se encontraba uno con monedas de mayor valor que las mencionadas. Pero esa tarde fué diferente. Como dije, se trató de una tarde milagrosa.

El padrino salió del templo, metió la mano a una bolsa que llevaba consigo, arrojó un puño de monedas al aire y para sorpresa de todos los ahí presentes, ¡eran pesos de plata!

No sólo recuerdo esos momentos con una claridad excepcional, sino que además en mi mente todo sucede en cámara lenta. Recuerdo ver los pesos salir del puño de la mano del padrino, elevarse y luego descender mientras corríamos hacia el lugar donde caería, tirarnos al piso y recoger tres o cuatro monedas todavía dudando de que en efecto fuesen pesos, y recuerdo que mientras hacíamos esto el padrino arrojaba otro puño de pesos hacia otro lado del atrio y, sin incorporarnos del todo, corríamos hacia aquel lugar, y así sucedió en cuatro o cinco ocasiones.

Al final, una vez que la comitiva del niño bautizado partiera en dos o tres carros repletos y que los otros agraciados por la lluvia de plata se alejaran a toda prisa como temerosos de que les quitaran lo que habían ganado, mis dos amigos y yo nos quedamos sentados en el piso de cantera, exhaustos pero felices, mirándonos sin atinar a decir nada, sin estar seguros de lo que había sucedido, y de pronto los tres irrumpimos en una carcajada sonora y larga que regresaba en cualquier momento y por cualquier motivo.

Después de revolcarnos de risa, nos dirigimos al anexo parroquial donde contamos nuestras ganancias varias veces, más que nada para recrearnos en esa sensación de ser afortunados que la vida da oportunidad de experimentar en muy pocas ocasiones. Pero lo mejor vino con la llegada de los acólitos que ayudaban en las misas de la tarde y de la noche. De inmediato les platicamos lo que había sucedido y al terminar el relato, contado con la teatralidad debida, se nos hacía la pregunta que buscábamos.

-Y el dinero? ¿Dónde está el dinero? –nos decían con un gesto que combinaba la duda, con la burla y las ganas de que todo fuera una broma. Entonces, disfrutando con gran intensidad ese placer oculto que se tiene sobre todo en la infancia, que consiste en provocar la envidia de los demás, metíamos las manos a los bolsillos del pantalón, sacábamos los puños repletos de pesos y casi a gritos exclamábamos:

-¡Aquí, aquí están los pesos que me gané! ¡Míralos bien!

Ese hecho de mi lejana infancia, fue tal vez, el que me hizo comprender que en la vida todo es relativo. En efecto, no creo que alguna vez me haya sentido tan rico y afortunado como en aquella bendita tarde que cayó plata en el atrio parroquial de Salvatierra.

Don Ruperto Mendoza

Don Ruperto Mendoza fué un párroco dedicado a hacerle el bien a Salvatierra con el único interés de cumplir con su deber. Era intolerante hasta la pared de enfrente en cuestiones de fe, pero tenía una nobleza de corazón que no le cabía en el pecho. En cosas del catolicismo no transigía –como pudieron comprobarlo muchos proselitistas protestantes- todos sabíamos que su postura era inamovible y estaba respaldada por una conducta intachable. Él era la prueba viviente de un sacerdocio totalmente apegado a los votos católicos y a la doctrina de la fe.

De trato directo hasta el límite de la agresión, nadie se ofendía por eso. Podía tener enemigos, pero todos lo respetaban. De voz fuerte y tono de mando, imponía orden y silencio donde se presentaba. Cuando le solicitaban que fuera a pedir en matrimonio a alguna muchacha, se presentaba en casa de la agraciada y después del saludo obligado, de inmediato le decía a los padres: “Vengo a pedir la mano de su hija, ¿tienen ustedes alguna objeción para que se case?”, y si éstos externaban dudas o requerían más tiempo, el cura pedía de inmediato que llamaran a la novia a la que espetaba a bocajarro, apenas se presentaba: “¿Quieres casarte?, ¿si?, o ¿no?” Y cuando la novia decía que sí, éste agregaba enseguida: “Bueno, pues no hay nada más qué decir. Vamos a fijar la fecha de la boda”, y negociaba el plazo más corto posible, porque para él todo noviazgo era ocasión de pecado y había qué reducirlo al mínimo. Claro que con el tiempo, fuera de algún despistado, ya no era requerido para ese tipo de menesteres.

Tenía cierta parálisis en las piernas, por lo que arrastraba ambos pies, iba apoyándose en un bastón con la mano derecha y en el hombre de algún chiquillo, o en el brazo de un adulto, con la mano izquierda. Algunos vecinos le oyeron contar –aunque luego se corrieron leyendas- que el susto de ser detenido en cierta ocasión durante la Guerra Cristera y el esfuerzo realizado en la huida, le provocaron dicha parálisis, que parecía no tener remedio. Durante toda su vida intentó librarse de ella y probó desde aguas curativas hasta piel molida de la víbora de cascabel, pero nunca obtuvo buenos resultados. Mas su incapacidad física no le impedía, en absoluto, realizar sus múltiples actividades diarias.

Recibió una iglesia consagrada ala Virgen de la Luz, a la que le faltaban una torre y los murales interiores, y después de veinte años el templo había sido completado en todo lo necesario. Se tardó, pero lo hizo. El pago de las obras estuvo a cargo de los salvaterrenses mediante la compra semanal de bonos parroquiales, que una vez adquiridos perdían su valor pues se trataba de una aportación, no de una inversión productiva. La cantidad que cada familia compraba ya había sido determinada por el párroco de manera directamente proporcional a su riqueza aparente. Jamás se solicitaron cuentas, porque nunca hubo la mínima sospecha sobre nada, la confianza depositada en el señor cura era absoluta.

La construcción de la torre se hizo al ritmo que permitía el dinero, y fué realizada por unos canteros que don Ruperto conoció en las obras de la iglesia de un pueblo vecino. Con ellos se sintió seguro para emprender la tarea y los canteros correspondieron a su confianza, y a pesar de las dificultades económicas, nunca existieron dudas sobre la conclusión de la torre. Tomó tanto tiempo que estos trabajadores se asentaron en Salvatierra: ahí se casaron varios de ellos, tuvieron hijos y pasaron el resto de sus vidas.

Para la nueva construcción, midieron y dibujaron cada una de las piezas de la torre existente, todas de cantera rosa, así las volvieron a labrar y las colocaron en su lugar, hasta completar la nueva torre, igualita a la anterior. Fué una tarea paciente, de artistas. Cuando se terminó y se adquirieron las campanas, para lo que se organizó una colecta especial, todo el pueblo –aquí sí en el más amplio sentido de la expresión- asistió al izamiento de la campana mayor con la que se inauguró la torre nueva. Y cuando se le hizo sonar por primera vez, los gritos de júbilo, los aplausos y el llanto de los asistentes se mezclaron con sus repiques, sonoros y claros como el agua limpia. Ésa fué la culminación de la obra titánica de don Ruperto. Desde entonces, las llamadas a las misas pontificales y a las grandes celebraciones se oyen en todos los pueblos de los alrededores, porque en esas ocasiones se repican las campanas de las dos torres.

Pero no toda la obra de don Ruperto fué material, ni siquiera, tal vez, la más importante. Cuando éste llegó a Salvatierra, le entregaron un incipiente colegio parroquial de instrucción primaria para varones, llamado “José María Morelos y Pavón”, con alumnos de varios grados en el mismo salón debido a que se contaba con poco personal e instalaciones reducidas, aunque eso sí, incorporado a la SEP [Secretaría de Educación Pública]. El señor cura gestionó con todo su ser que le permitieran usar un ex convento capuchino colonial, que contaba con un hermoso patio arqueado en dos de sus lados y que era utilizado en parte como hospital. Sus esfuerzos culminaron con el permiso para enviar el hospital a un anexo y acondicionar el ex convento para el Colegio Morelos, que en su época de mayor esplendor tuvo diez salones y más de quinientos alumnos.

Además de sus envidiables instalaciones, este colegio llegó a ser el mejor de la región en todo lo académico, gracias al cuidado y atención constantes que le dispensaba el señor cura. En efecto, sin faltar un solo día y a pesar de sus dificultades para moverse, a las nueve de la mañana en punto –hora de inicio de labores- el señor cura dirigía a todos los alumnos reunidos en el patio principal unas palabras de orientación o algún consejo que les sirviera en su formación. Después, dedicaba el tiempo necesario a resolver los problemas cotidianos de la institución, a llamar la atención, con su estilo llano y directo, a los alumnos indisciplinados, a los que no les quedaban ganas de volver a portarse mal, y a hablar con algunos padres de familia sobre asuntos económicos, principalmente.

Era el colegio más democrático de la ciudad, pues asistían desde los muchachos más ricos hasta los más pobres; los primeros porque era el mejor colegio y los segundos porque el señor cura cobraba de acuerdo a la condición económica de cada familia. Nunca nadie dejó de estudiar por causa del dinero y nadie tampoco dejó de pagar lo que podía. Ése era el trato. Al final del mes se hacían cuentas y la parroquia cubría el siempre seguro resultado deficitario.

El señor cura se sabía rodear de personas valiosas a quienes contagiaba su mística. El director del colegio, por ejemplo, excelente en su trabajo, tenía una característica por demás curiosa: era tartamudo hasta el punto de la desesperación en su trato normal; pero como una muestra de lo que puede hacer la vocación, no tartamudeaba ni una sola vez cuando impartía clases. Los profesores, por su parte, eran ex seminaristas –requisito indispensable- y se encargaban de los grupos superiores; de los otros grupos se encargaban profesoras, todas con gran experiencia en el arte de enseñar a leer y a escribir.

Don Ruperto formó el coro parroquial –uno de sus orgullos- y el grupo de acólitos con alumnos del Colegio Morelos. Puso al frente de dicho coro al organista de la iglesia, quien procedente de un pueblo de Michoacán llegó a Salvatierra pidiendo trabajo en la notaría parroquial. Sus tres ocupaciones: organista, director del coro y notario parroquial, le obligaban a estar gran parte del día en las instalaciones parroquiales, durante todo el año. Aún así se dió tiempo para procrear siete hijos, todos varones, y en un momento dado todos ex seminaristas, quienes constituían la parte medular del coro. Los dos hijos mayores –del organista enojón como todo buen músico- fueron quizá los mejores maestros que ha tenido Salvatierra. Durante muchos años fungieron como profesores de quinto y sexto grados del Colegio Morelos, y luego pasaron a impartir clases en diversas materias en el nivel de bachillerato.

Como todo buen sacerdote, don Ruperto tenía profundas inquietudes misioneras, por lo que durante algún año de su ministerio escribió un libro titulado Cómo actúa el buen catequista, que le valió su ingreso al grupo de expertos mexicanos que constituían el Seminario Catequístico de la ONIR, siglas cuyo significado siempre fué un misterio para nosotros. Su pertenencia a este grupo le permitía o le obligaba a viajar a diversas ciudades del país donde se realizaban las reuniones nacionales de catequistas, invitado como expositor. A estos viajes se hacía acompañar por alguno de los muchachos del coro, que le servía de bastón izquierdo, “el más aplicado porque recupera pronto las clases” –decía-, y de esta manera convertía dichos viajes en un valioso estímulo.

Don Ruperto fué uno de esos personajes que ya no existen, murió en la ciudad de México, alejado y tal vez un poco abandonado por los salvaterrenses. Aún así, lo que es seguro es que murió con la tranquilidad de conciencia que da el deber cumplido. Y también es seguro que si existe el cielo, allí se encuentra el señor cura don Ruperto.

“George Raft fué un Gran Actor”
Por : R M P

El hombre más admirado del mundo por sus interpretaciones cinematográficas del Gángster norteamericano de la década de los 30’s. como guardaespaldas del temible Al Capone, que efectivamente lo había sido: George Raft. Él fué muy ovacionado por sus películas de gángster. Unas veces acompañado de James Gagney, Edward G. Robinson, Harry Baur y otros actores no menos famosos. En su primera película que le dio de inmediato fama mundial fué al lado de Paul Muni en la cinta “Cara Cortada”. Dicen sus biógrafos que fué tan fuerte el impacto de su personalidad, que todas las mujeres de Hollywood cayeron a sus pies; pero que él solo tuvo ojos de amor para la actriz alemana Marlene Dietrich.

De verdad George Raft fué fascinante, su manera de mirar, su estilo de vestir, de portar su pistola, de someter a los gángsters contrarios, su manera de portar el sombrero. En fin, en él todo era distinto y novedoso. No cabe duda que los hombres valientes aunque sean gángsters, tienen sus atractivos. Las mujeres los adoran y los hombres les temen y respetan. Yo mismo de jovencito, quería ser hombre valiente y malo. Cuando mi padre decía: “Este muchacho me salió bueno, yo no se por qué me daba coraje. Se me figuraba que yo era hombre “rajao””, es decir, como una vieja. Por eso digo que los hombres mal encachados, tienen sus atractivos. En George Raft se encontraba todo: buena presencia, elegancia en su personalidad y como dominador de hombres, por eso fué muy amado por las mujeres.

Sin embargo, George Raft era otro en su intimidad; al final de su vida comprendió el valor de los consejos de una madre y sufrió la ingratitud de amigos y mujeres, pues murió pobre y abandonado a los 75 años de edad en un cuarto de un hotel de la mas baja categoría. Dice su biógrafo: -¿Quién hubiera reconocido en aquel hombre viejo, débil y enfermo, próximo a morir, al hombre simpático y admirado del gran actor George Raft?. –Sobre su buró tenía la fotografía de su madre y la foto de Marlene Dietrich, la mujer que había amado más en su vida en sus buenos tiempos. Decía quedamente de ella: -¡Si solamente pudiera oír su voz una vez mas… si solamente me llamara! –En otra ocasión dijo a un reportero: -Es la mujer más bella del mundo. Poco me importa que ahora sea vieja, la sigo amando. -George Raft amaba de todo corazón a Marlene Dietrich, que seguramente, ella no supo comprender, pues bastó un solo disgusto o incidente entre ambos para que este amor terminara en forma total y definitiva, como suele suceder a muchas parejas que pudieron ser felices hasta los últimos días de su existencia. Este enojo de George y Marlene sucedió de la siguiente manera: Una noche George Raft sorprendió a un hombre que salía del camerino de Marlene. Loco de celos destrozó todos los vestidos de ella, quien lejos de darle una explicación dio por terminadas sus relaciones con él. No volvieron a verse nunca. George Raft desahogó su decepción con otras mujeres y sus amigos. Ella bastante famosa y llena de amor propio, jamás intentó una reconciliación con él y la separación fué para siempre.

Relata el biógrafo: En el buró de George había una fotografía de la actriz sobre la que había un escrito. A mi querido Guffy de parte de Marlene. Y aquel antiguo Rosario que el gran actor desgranaba entre sus dedos viejos y flacos, era un regalo de ella. Ya próximo a morir se acordaba de los consejos de su madre, decía: -Mi madre me advertía: -George, deja de frecuentar a esos amigos, no traerán nada bueno. -Desgraciadamente nunca se le hace caso a la madre. –También, con cierta lamentación refiriéndose a los gángsters (púes él había sido guardaespaldas de Al Capone y Lucky Luciano), decía: -Yo debía haberme contentado con interpretarlos en el Cine y no volver a verlos. Si se me puede permitir dar un consejo a los jóvenes actores, es éste: ¡Jamás se mezclen con el Hampa! Un día u otro, inevitablemente, serán sus víctimas.

-Todo el dinero que ganó en el cine, que fué mucho (pues fué rico) lo malgastó en los garitos con sus amigos gángsters y las mujeres; finalmente quedó pobre y abandonado por todos. Decía también: -Mi desgracia fué que jamás frecuenté más que a granujas y gángsters, y la gente formal, honrada, se apartó de mí. Si bien fué cierto que gracias al apoyo que recibió de Al Capone y Lucky Luciano llegó a la cima de la fama, también reconoce que debió apartarse de ellos, para no descuidar su patrimonio económico, pues no pensó que aquella vida descarriada que llevaba lo conduciría a la pobreza y abandonado de mujeres y amigos. -Termina el biógrafo con estas palabras: -Así termina su paso por la vida, como tantos otros imprevisores, un actor de la categoría de George Raft.

Hasta la fecha, no ha habido otro actor cinematográfico que iguale las magníficas interpretaciones de George Raft. Como gángster fué realmente genial, único. La película de “Cara cortada” con Paul Muni le abrió las puertas de la fama. De verdad la personalidad de los gángsters fascina a los hombres y a las mujeres las enloquece. Este tipo de hombre debe ser duro, dominador y mal “encachao”, sin miedo alguno a nada y a nadie. Estos impulsos deben sustentar aquellos que sienten vocación para ser agentes secretos, espías y guardaespaldas de personajes importantes, como lo fué nuestro José González González, guardaespaldas de Durazo, Ducoing y otros grandes políticos mexicanos, que fué duro con los delincuentes, pero en el fondo era y seguramente es, un hombre patriota, valiente y gentil con sus amigos y su familia. Puede decirse que estos son los hombres completos, ya que como dice el refrán: “Lo cortés no quita lo valiente”. pues las ocupaciones de Raft y José González González, en cuanto a sus personalidades fueron casi similares.

Para terminar este artículo y al haberme referido a dos hombres de muy envidiable personalidad psicológica como lo fué George Raft y nuestro José González González, es porque en determinadas ocasiones, debemos ser duros, astutos y desconfiados y actuar como dijo el poeta don Antonio Plaza “De todos habla muy bien, pero piensa muy mal de todos”.

Si, amigos mío, el hombre bueno debe andar siempre a la defensiva de los malos. desgraciadamente no podemos seguir un comportamiento de SANTOS EN ESTE MUNDO TRAICIONERO, CRUEL Y ASESINO, mayormente en estos tiempos en que el ciudadano honrado no tiene segura la vida y sus pertenencias. El gobierno debería dar facilidades a la gente honrada para la PORTACIÓN de armas de fuego y arma blanca para su defensa personal y de su familia frente a los peligros que nos acechan por doquier por tanta delincuencia que han hecho de ella un oficio.

Relata el biógrafo: En el buró de George había una fotografía de la actriz sobre la que había un escrito. A mi querido Guffy de parte de Marlene. Y aquel antiguo Rosario que el gran actor desgranaba entre sus dedos viejos y flacos, era un regalo de ella. Ya próximo a morir se acordaba de los consejos de su madre, decía: -Mi madre me advertía: -George, deja de frecuentar a esos amigos, no traerán nada bueno. -Desgraciadamente nunca se le hace caso a la madre. –También, con cierta lamentación refiriéndose a los gángsters (púes él había sido guardaespaldas de Al Capone y Lucky Luciano), decía: -Yo debía haberme contentado con interpretarlos en el Cine y no volver a verlos. Si se me puede permitir dar un consejo a los jóvenes actores, es éste: ¡Jamás se mezclen con el Hampa! Un día u otro, inevitablemente, serán sus víctimas.

-Todo el dinero que ganó en el cine, que fué mucho (pues fué rico) lo malgastó en los garitos con sus amigos gángsters y las mujeres; finalmente quedó pobre y abandonado por todos. Decía también: -Mi desgracia fué que jamás frecuenté más que a granujas y gángsters, y la gente formal, honrada, se apartó de mí. Si bien fué cierto que gracias al apoyo que recibió de Al Capone y Lucky Luciano llegó a la cima de la fama, también reconoce que debió apartarse de ellos, para no descuidar su patrimonio económico, pues no pensó que aquella vida descarriada que llevaba lo conduciría a la pobreza y abandonado de mujeres y amigos. -Termina el biógrafo con estas palabras: -Así termina su paso por la vida, como tantos otros imprevisores, un actor de la categoría de George Raft.

Hasta la fecha, no ha habido otro actor cinematográfico que iguale las magníficas interpretaciones de George Raft. Como gángster fué realmente genial, único. La película de “Cara cortada” con Paul Muni le abrió las puertas de la fama. De verdad la personalidad de los gángsters fascina a los hombres y a las mujeres las enloquece. Este tipo de hombre debe ser duro, dominador y mal “encachao” sin miedo alguno a nada y a nadie. Estos impulsos deben sustentar aquellos que sienten vocación para ser Agentes secretos, espías y guardaespaldas de personajes importantes, como lo fué nuestro José González González, guardaespaldas de Durazo, Ducoing y otros grandes políticos mexicanos, que fué duro con los delincuentes, pero en el fondo era y seguramente es, un hombre patriota, valiente y gentil con sus amigos y su familia. Puede decirse que estos son los hombres completos, pues como dice el refrán: “Lo cortés no quita lo valiente” ya que las ocupaciones de Raft y José González González, en cuanto a sus personalidades fueron casi similares.

Para terminar este artículo y al haberme referido a dos hombres de muy envidiable personalidad psicológica como lo fué George Raft y nuestro José González González, es porque en determinadas ocasiones, debemos ser duros, astutos y desconfiados y actuar como dijo el poeta don Antonio Plaza “DE TODOS HABLA MUY BIEN PERO PIENSA MUY MAL DE TODOS”. Sí, amigos míos, el hombre bueno debe andar siempre a la defensiva de los malos. Desgraciadamente no podemos seguir un comportamiento de SANTOS EN ESTE MUNDO TRAICIONERO, CRUEL Y ASESINO, mayormente en estos tiempos en que el ciudadano honrado no tiene segura la vida y sus pertenencias. El gobierno debería dar facilidades a la gente honrada para la portación de armas de fuego y arma blanca para su defensa personal y de su familia frente a los peligros que nos acechan por doquier por tanta delincuencia que han hecho de ella un oficio.

Pero ¡Vamos! debo pedir perdón por esta desviación, pues es que nosotros los hombres en determinadas circunstancias debemos adoptar unas actitudes parecidas a las de George Raft y nuestro José González González, frente al desafío de los malos. De cualquier manera cada uno de nosotros poseemos una personalidad propia, pero hay que adiestrarla para en todo caso sea atractiva, pero sin olvidar los consejos de Raft y también la voz de la experiencia de José González González. Sería curioso adoptar posturas de Gángster, pero obrando a la inversa, es decir: en defensa de las causas justas y beneficiosas para la sociedad.

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