Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

viernes, 10 de junio de 2011

Leyenda

La Leyenda del Tecolote

El Cerro del Meco, apreciable lector, según se ha visto, es el escenario natural de innumerables maravillas. Es abundante en misterios y poderes, y también guarda el oscuro recuerdo de algunos acontecimientos insólitos, muchos de ellos poco conocidos para los oídos de los profanos, las leyendas recogen apenas algunos episodios de lo que ha sucedido en el espacio de ese fastuoso cerro; no obstante el colorido y la vivacidad de dichas leyendas, los secretos se conservarán ocultos hasta el fin de los siglos, como ocurre con esta historia, que todos los cronistas refieren en sus obras.

Allá en los albores de la minería guanajuatense, cada fin de verano una docena de mujeres celebraba en la cima de este cerro sus bulliciosas reuniones en torno de vivaces hogueras. Los viejos del pueblo aseguraban que aquellas mujeres extrañas llegaban del Cerro de San Miguel (lugar donde se levanta el monumento al Pípila) montadas sobre escobas hechas con haces de trigo seco, después de haber volado alrededor de varios cerros.

En las faenas cotidianas, y para sobrellevar los avatares de su vida, una de ellas, a quien la tradición popular ha dado el nombre de Inés, se ocupaba de un alegre figón a la orilla del primer Camino Real de la Villa, conocido en el siglo dieciséis como Garita del Hormiguero. A sabiendas de que la beldad y la hermosura duran poco, Inés no hizo caso de la virtud y la cordura, y entonces se enamoró de un arriero, a pesar de que muchos de los clientes de su comedero le solicitaban tercamente su noviazgo. Aquel joven arriero se llamaba Juan y transportaba mineral en una recua de mulas de su propiedad con destino a las haciendas de beneficio del pueblito de Marfil. Los labios discretos de la leyenda nos dicen únicamente que a él le tocó la rara suerte de vivir un amorfo con Inés.

Sin embargo, un incidente alejó a Juan de la generosa muchacha; un extraño incidente que le hizo sospechar de sus malos propósitos. Durante un arrebolado amanecer, mientras él dormía sobre un camastro viejo, la mujer cortó un mechón de la cabellera de su joven novio, a quien, a pesar de su fatiga, advirtió la malicia con que Inés se conducía. Cuando pudo, no tardó en huir de ella ese mismo día, y puso tierra de por medio. Al cabo de poco tiempo Inés supo que él había contraído nupcias con una joven de buena familia. Con vehemencia, con dolor, con odio la joven cocinera no se cansó de maldecir al pobre arriero. Herida en su amor propio, aunque ya dueña de sí, Inés preparó una trampa. La noche siguiente a la boda de Juan, con un golpe al portón de los recién casados, un hombre de poca estatura urgió la presencia del arriero para que condujera a la Ciudad de México la plata correspondiente a su majestad, el rey de España (es decir, el impuesto llamado Quinto Real, que la corona cobraba por explotar las minas).

Aquel hombre sospechoso encaminó a Juan por un sendero sombrío, cerca del sitio donde se hallaba el supuesto cargamento. A poco de andar, el hombre pequeño introdujo al arriero, de un fuerte empellón, al interior de una de las primeras casas que bordeaban el camino. ¡Vaya sorpresa! En esa penumbra azufrosa, iluminaba apenas por algunos cirios negros y en medio de ensordecedoras carcajadas, Juan se encontró de frente con el rostro de Inés. En el mismo cuartucho otras cuatro mujeres completaban la macabra decoración del sitio. Todas se consideraban víctimas del desdén amoroso, y que habían decidido vengarse de todos los hombres.

En este caso, acostumbradas a pactar con el Diablo, Satanás les había concedido la facultad de convertir a los hombres en animales de baja ralea, Luciana poseía un aturdido murciélago; Gabina, un desmelenado cuervo; Jerónima, un peludo escarabajo; y Matiana, un feo sapo. Desvanecida la belleza de Inés, y aparejada en fealdad con sus cuatro compañeras, las cinco hechiceras dictaminaron el castigo que padecería Juan. A partir de ese día, en una amplia y elegante jaula comenzó a verse a un simpático y vistoso tecolote a la entrada del figón de Inés.

Esa ave nocturna permaneció con ella durante su vejez y hasta el momento de su muerte, tal como lo había pactado con el rey de las tinieblas; aunque aseguran astrólogos y médiums que ni en la eternidad se han separado. Fué por eso que la gente, al paso de los años y a causa de la risible figura del ave tan desaliñada, fué nombrando ese lugar: Subida o Calle del Tecolote, la misma por donde, en años posteriores, el cura Hidalgo entró a Guanajuato con sus huestes insurgentes.

Tomado del Libro: “Leyendas de Guanajuato, Historia y Cultura”

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