Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

viernes, 17 de diciembre de 2010

Cuento

El Trece


El Barrio de Santo Domingo es un relicario de tradiciones populares. Los pobres, los campesinos, los desesperados, los enfermos y los peregrinos escribieron su historia.

La Divina Infantita, la Niña Adorada, la Milagrosa, la Enemiga del Demonio y de los que lo siguen y San Nicolás de Bari, el intercesor de los enfermos, de los oprimidos y de los explotados, han acompañado en este humilde templo al Señor de la Misericordia, al que le lloran los arrepentidos, las pecadoras y los que obligadamente tienen que huir de la justicia terrenal.

Ahí abundaban los cirios de cera pura de abeja y los milagros de oro o de plata que tomaban la forma del órgano del cuerpo sanado gracias a Dios, por la intercesión de la Santísima Niña o de San Nicolás de Bari.

A un lado del templo hacía mucho tiempo se había instalado un hospitalillo para pobres, humilde y muy limitado, y en la parte posterior, que había sido una huerta de higueras, naranjos y chirimoyos, los pudientes de la ciudad tuvieron su cementerio particular.

Las fiestas de este barrio han sido siempre, además de concurridas, solemnes, estruendosas y musicales. Durante ellas se consumen juegos pirotécnicos de gran calidad y se escucha a conjuntos sobresalientes de música de viento, tal vez porque en el lugar viven los mejores cueteros de la región y porque los vecinos se organizan muy bien para solventar los gastos de las fiestas patronales.

Pues bien, hará unos treinta o cuarenta años, todavía antecedían a la fiesta un novenario y unas vísperas. Cada día del novenario, se rezaban el rosario y las preces correspondientes con el recinto religioso repleto de fieles, en su mayor parte mujeres. Malhaya la que faltase porque se le tildaba de "protestante", "blasfema" o "bruja" y se le relegaba de la comunidad.

El día de vísperas, a las ocho de la noche, el párroco, dos vicarios y un grupo de cantores entonaban en latín los salmos y oraciones del ritual religioso. A pesar de que, más allá de los "amenes", casi nadie entendía los textos que se cantaban o leían, los vecinos se congregaban con devoción y hacían suyas las alabanzas y peticiones de los sacerdotes.

En aquellos tiempos, el coro parroquial era imprescindible para el ritual religioso. Estaba formado por un maestro y un promedio de quince niños que con sus voces daban más solemnidad a la liturgia de las fiestas. Parecían inocentes criaturas que probablemente algún día llegarían a ser, primero Dios, sacerdotes o futbolistas, al menos eso decían.

Pues he aquí que una vez debían entonar las vísperas a la Divina Infantita a las ocho de la noche. Se les había dicho que estuvieran los trece comisionados a las siete y media y que fueran muy puntuales.

Para llegar al coro era inevitable atravesar el oscuro panteón. Uno de ellos, el mentado "La Bachicha", procuró llegar antes que los demás y se agazapó a un lado de la tumba que estaba junto a las gradas que daban al campanario.

Los cantorcillos llegaban en pequeños grupos de dos o tres y el supuesto difunto daba un fuerte tirón al pantalón del que más se le acercaba. No se imaginan la reacción de aquellos muchachos. Los que podían gritaban, otros simplemente corrían y, al llegar al coro, casi se desmayaban. Los más se daban cuenta, temblorosos, de que se habían hecho pipí o popó a causa del terror que habían sufrido.

La Bachicha" llevaba muy bien la cuenta: primero dos, luego tres, después cuatro, en seguida otros tres; sin duda le faltaba uno.

Con gran esfuerzo aguantaba la risa y le preparaba al último, además del jalón de pantalón, una corretiza y un terrorífico grito de espanto.

Repentinamente una mano pesada, empuñada, se dejó caer sobre su cabeza, siguió un varazo cruel sobre sus sentaderas y, despavorido, tomó el rumbo de sus compañeros.




Tras de él llegó el maestro y sólo le dijo: "La próxima vez que tenga que buscarte, lo haré a patadas".

"La Bachicha" era precisamente el número trece y también se hizo pipí, popó y pupú.

Sus compañeros lo consolaron mostrándole con insistencia su manita izquierda con los dedos doblados y la derecha con el dedo medio levantado y los demás encogidos, en señal de reproche y amenaza.

Tomado del Libro: "Del Río y Del Valle, Cuentos y otras Narraciones"
de Tarsicio Salgado Tovar

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